martes, 31 de diciembre de 2013

Polifonía en un anagrama improvisado: Laurie Anderson


En Laurie Anderson cabe Lou Reed --y hasta le sobra tela. Y cabe L.A. con sus millones de voces. Y cabe el do, el re; mi no, ni fa. Cabe el sol. El la, el si sí. Cabe el aura, el río y el aria. Y otra vez Lou Reed, que es a su vez una puesta en abismo de voces.

Laurie Anderson rinde culto a un amplio espectro de dioses. Su politeísmo obedece a otro ismo: el inconformismo, que raya, bienaventurados paganos, en la promiscuidad creativa.  En Anderson opera la idea de la interpretación múltiple: nada de fidelidades a una sola disciplina, un discurso ha de abordarse de cuantas formas pueda el cuerpo, la habilidad y el talento: desde el violín, desde el performance, desde la voz: canciones, desde la pluma: cuentos y poemas. Las leyes de la inspiración gravitan en las órbitas sensoriales de los artistas. Cuerpos con peso, volúmen, intelecto y sensibilidad; si no se sabe, se sospecha. Muchos hay que no cumplen con las cuatro citas.  Habría que elaborar, reunirse en asamblea, trazar figuras, marearse en gráficas, proponer, discutir, modificar y sancionar, cosas todas que no se harán ahora, pero que se arrojan con la divertida arbitrariedad de algo que (presume) superficialmente de ser farsa, aunque en el fondo, la simple tentativa de su posibilidad, se entretengan siendo una cosa bien seria. Son los dados del juego del destino de un texto que no se lanzarán. Esta lógica, retórica de tianguis, es una suerte de intromisión gratuita, caprichosa. Malcriada, desvelada. Una oportunidad para perder el tiempo. O no. Tal vez es mística. El progreso, dice Anderson, es un angel que vuela de espaldas al futuro.

O Superman, al estallido de la pronunciación de un mito se esparcen los decibeles de respetadísima  artista, versátil posmodernista, que arremete con su voz contra las nebulosas. Es de un desliz aterciopelado, tornasol, su voz: mece el canto en columpio, que va de ida opaco y de vuelta brillante. Y cuando habla el balance es nacarado, en informal tensión de un hilo fino, que parece escurrirse en murmullos liberados de la espiral de un caracol. Un día trabajé para Laurie Anderson, por eso arriesgo a medir las sombras y las luces de su voz.

Anderson creció en Chicago, entre el acto cotidiano de una familia grande y la influencia religiosa de la iglesia bautista, su abuela la principal promotora. Sigue en ella vigente la fascinación por la organización de la religión, sin duda por el impacto de las asambleas de Bill Graham, a las que asistía, donde al acto de salvación lo consideraría después como el “verdadero teatro”. Anderson ha escogido la voz como principal vehículo de información de sus performances; en sus presentaciones públicas o “spoken performances” es con la voz que busca la redención estética. Su trabajo consiste esencialmente en contar historias, el arte más antiguo del mundo. “I think of myself as a speaker”, encajada en la tradición de la oratoria, y entre las influencias que nombra tiende un puente que va de la poesía épica de Homero  hasta las prácticas orales de William Borroughs y de Vito Acconci. Su acto es sobre la ejecución de las palabras; la voz es maleable, moldeable, y el rango de voces que ella utiliza es la prueba.

Fue la tarde de sábado de invierno cuando, contratada por la misma Anderson, fui con ella a trabajar. La nieve había rendido sobre Manhattan un molde purificado, otorgaba reposo al violente vértice bauhaus predominante de su barrio. Toqué el timbre de su estudio y el tiempo sincronizado en demócratica concordancia claroscura, ella/yo-star/loser, se activó. El elevador del edificio tenía en el techo hermosos recortes pegados de pájaros en vuelo: alguien asciende y desciende todos los días en la metáfora de su propia jaula. Yo asistía a la cita como la embajadora fonética del español.  En una semana ella iba a viajar a México para hacer una presentación en el Teatro de la Ciudad. Su intención era practicar el idioma y quería grabar mi voz mientras leía un cuento que había  escrito acerca de rituales y conquistas fracasadas de montañas. Se abrió la puerta y ahí estaba  ella, 1.62 como yo y los ojos que nos coincidían en perfecto paralelo, amabilísima,  matemáticamente despeinada, su voz de hilo de seda haut-couture. Pronuncia mi nombre, que desde su voz ha convertido en holograma, y yo quería en ese momento llamarme indefinidamente así. Mi emoción, que desde el lado del brillo titubeaba, obedecía a la posibilidad de un shock interestelar repentino: la esperanza de toparme con el ex terciopelo subterráneo, gran cantante de dos sílabas, Lou Reed.

Una foto grande del Dalai Lama colgaba del muro principal, con adornos sobrepuestos, a modo de altar vertical . Platicamos un momento y entramos en materia. Me extiende la letra de la canción Progress, anotada en una hoja, y me pregunta si podría traducirla porque era probable que decidiera cantarla en español. Hansel llama a Gretel bitch, mesera especialista en gin. Hansel es huevón y apareció en un film de Fassbinder. Su relación incestuosa termina explosivamente cuando Hansel tiene a bien confesarle a Gretel que su verdadero amor fue siempre la Bruja. Luego aparece el angel progresista que vuela de espaldas al futuro, y la que fuera rola centrada en desaveniencia sexual pecaminosa se tornasolea en activismo político fatalista de cantautor.


La vida quiso que Lou Reed no estuviera. Existía uno inanimado que dentro de un marco colgaba en una columna. Quieto y sin moverse. Existía otro, de forma singular y ciertamente absorta, de ocurrencia puñetera cortesía de la que escribe, dentro del nombre de la artista, donde vacila inmerso el de él, sostenido entre sus letras y al tejido carnal de quien su nombre representa, desde su adicción aérea, que siempre es femenina.  Y hacer con las siete que sobran sopas y coros, siete minúsculos que regeneren un cuento infantil, o se escandalicen contra el viejo cuento religioso, o eviten el empate por ser número non en el voto político; hacer mediante la mención incisiva de un héroe la injusta sinopsis de quien es realmente la verdadera heroína.  Hansel y Gretel viven en Berlin y discuten en el porche con un gin.