En Laurie Anderson cabe Lou Reed --y hasta le sobra tela. Y cabe L.A. con sus millones de voces. Y cabe el do, el re; mi no, ni fa. Cabe el sol. El la, el si sí. Cabe el aura, el río y el aria. Y otra vez Lou Reed, que es a su vez una puesta en abismo de voces.
Laurie Anderson rinde culto a un amplio espectro de
dioses. Su politeísmo obedece a otro ismo: el inconformismo, que raya,
bienaventurados paganos, en la promiscuidad creativa. En Anderson opera la idea de la
interpretación múltiple: nada de fidelidades a una sola disciplina, un discurso
ha de abordarse de cuantas formas pueda el cuerpo, la habilidad y el talento:
desde el violín, desde el performance, desde la voz: canciones, desde la pluma:
cuentos y poemas. Las leyes de la inspiración gravitan en las órbitas
sensoriales de los artistas. Cuerpos con peso, volúmen, intelecto y
sensibilidad; si no se sabe, se sospecha. Muchos hay que no cumplen con las
cuatro citas. Habría que elaborar,
reunirse en asamblea, trazar figuras, marearse en gráficas, proponer, discutir,
modificar y sancionar, cosas todas que no se harán ahora, pero que se arrojan
con la divertida arbitrariedad de algo que (presume) superficialmente de ser
farsa, aunque en el fondo, la simple tentativa de su posibilidad, se
entretengan siendo una cosa bien seria. Son los dados del juego del destino de
un texto que no se lanzarán. Esta lógica, retórica de tianguis, es una suerte
de intromisión gratuita, caprichosa. Malcriada, desvelada. Una oportunidad para
perder el tiempo. O no. Tal vez es mística. El progreso, dice Anderson, es un
angel que vuela de espaldas al futuro.
O Superman, al estallido de la
pronunciación de un mito se esparcen los decibeles de respetadísima artista, versátil posmodernista, que arremete
con su voz contra las nebulosas. Es de un desliz aterciopelado, tornasol, su
voz: mece el canto en columpio, que va de ida opaco y de vuelta brillante. Y
cuando habla el balance es nacarado, en informal tensión de un hilo fino, que
parece escurrirse en murmullos liberados de la espiral de un caracol. Un día
trabajé para Laurie Anderson, por eso arriesgo a medir las sombras y las luces
de su voz.
Anderson creció en Chicago, entre
el acto cotidiano de una familia grande y la influencia religiosa de la iglesia
bautista, su abuela la principal promotora. Sigue en ella vigente la
fascinación por la organización de la religión, sin duda por el impacto de las
asambleas de Bill Graham, a las que asistía, donde al acto de salvación lo
consideraría después como el “verdadero teatro”. Anderson ha escogido la voz
como principal vehículo de información de sus performances; en sus
presentaciones públicas o “spoken performances” es con la voz que busca la
redención estética. Su trabajo consiste esencialmente en contar historias, el
arte más antiguo del mundo. “I think of myself as a speaker”, encajada en la
tradición de la oratoria, y entre las influencias que nombra tiende un puente
que va de la poesía épica de Homero
hasta las prácticas orales de William Borroughs y de Vito Acconci. Su
acto es sobre la ejecución de las palabras; la voz es maleable, moldeable, y el
rango de voces que ella utiliza es la prueba.
Fue la tarde de sábado de invierno
cuando, contratada por la misma Anderson, fui con ella a trabajar. La nieve
había rendido sobre Manhattan un molde purificado, otorgaba reposo al violente
vértice bauhaus predominante de su barrio. Toqué el timbre de su estudio y el
tiempo sincronizado en demócratica concordancia claroscura, ella/yo-star/loser,
se activó. El elevador del edificio tenía en el techo hermosos recortes pegados
de pájaros en vuelo: alguien asciende y desciende todos los días en la metáfora
de su propia jaula. Yo asistía a la cita como la embajadora fonética del
español. En una semana ella iba a viajar
a México para hacer una presentación en el Teatro de la Ciudad. Su intención
era practicar el idioma y quería grabar mi voz mientras leía un cuento que
había escrito acerca de rituales y
conquistas fracasadas de montañas. Se abrió la puerta y ahí estaba ella, 1.62 como yo y los ojos que nos
coincidían en perfecto paralelo, amabilísima,
matemáticamente despeinada, su voz de hilo de seda haut-couture.
Pronuncia mi nombre, que desde su voz ha convertido en holograma, y yo quería
en ese momento llamarme indefinidamente así. Mi emoción, que desde el lado del
brillo titubeaba, obedecía a la posibilidad de un shock interestelar repentino:
la esperanza de toparme con el ex terciopelo subterráneo, gran cantante de dos
sílabas, Lou Reed.
Una foto grande del Dalai Lama
colgaba del muro principal, con adornos sobrepuestos, a modo de altar vertical
. Platicamos un momento y entramos en materia. Me extiende la letra de la
canción Progress, anotada en una hoja, y me pregunta si podría traducirla
porque era probable que decidiera cantarla en español. Hansel llama a Gretel
bitch, mesera especialista en gin. Hansel es huevón y apareció en un film de
Fassbinder. Su relación incestuosa termina explosivamente cuando Hansel tiene a
bien confesarle a Gretel que su verdadero amor fue siempre la Bruja. Luego
aparece el angel progresista que vuela de espaldas al futuro, y la que fuera
rola centrada en desaveniencia sexual pecaminosa se tornasolea en activismo
político fatalista de cantautor.
La vida quiso que Lou Reed no
estuviera. Existía uno inanimado que dentro de un marco colgaba en una columna.
Quieto y sin moverse. Existía otro, de forma singular y ciertamente absorta, de
ocurrencia puñetera cortesía de la que escribe, dentro del nombre de la
artista, donde vacila inmerso el de él, sostenido entre sus letras y al tejido
carnal de quien su nombre representa, desde su adicción aérea, que siempre es
femenina. Y hacer con las siete que
sobran sopas y coros, siete minúsculos que regeneren un cuento infantil, o se
escandalicen contra el viejo cuento religioso, o eviten el empate por ser
número non en el voto político; hacer mediante la mención incisiva de un héroe
la injusta sinopsis de quien es realmente la verdadera heroína. Hansel y Gretel viven en Berlin y discuten en
el porche con un gin.