lunes, 19 de abril de 2010
Chopin en manos de Pollini, dedos largos
Y en las manos de quien vela a Chopin en el Père Lachaise una carta cerrada. Doscientos años llevan las manos de Chopin desenterradas, para diluir la luz y acariciar el arpa de la lluvia hasta revelar las venas eléctricas que luego arrastra al pentagrama. Las manos hélices de Maurizio Pollini alcanzan sus truenos y relámpagos hasta triturarlos con esa imposible ternura sombría, a la velocidad del sonido y del vértigo al naufragio. Estaba en el andén del tren N en dirección a Brooklyn cuando me di cuenta de lo que acababa de ocurrir. En las manos de Nueva York mi insignificancia. En mis manos el programa del Carnegie Hall y mi camarita con las tres fotos ilegales que tomé, y en mi cuerpo el temblor de haber estado a siete metros desde donde Pollini domaba la ira de su Steinway-Hamburg. He visitado la tumba de Chopin dos veces, mi vigilia es versada en los Nocturnos; sin ser plenamente consciente, vivo sometida a la vereda encantada del Preludio No. 15. Fracaso a cada intento de tocar el No. 4, y porque siga existiendo en mis dedos como intento, será siempre un feliz fracaso. Pero nunca tan cerca de Chopin como con Pollini: Pollini mago, mecía apenas su cuerpo en la banca del piano, se alargaba vértebra a vértebra hasta elevar la cabeza a la superficie del mundo y tomar aire. Un pez. O una anémona encorvada, encendida, que se estremecía para arrojar lanzas de luz a los sótanos y a los áticos. Pollini, dedos largos, en manos de Chopin y nunca en mejores manos.